Todo empezó cuando los charcos inundaron las aceras una
tarde cualquiera de noviembre, entre tanta gente asustada por el simple hecho
de notar agua sobre sus cabezas, no pude
pensar que aquel comportamiento resultaba absolutamente absurdo. Me refiero al
comportamiento social cuando la lluvia libera sus ansias de libertad al estar
tanto tiempo encerradas en inestables nubes que se mueven de un lado a otro del
mundo. Cuando las gotas caen y chocan contra los que les ha tocado caer,
comienza la revolución.
A cualquiera le puede tocar, cualquiera puede ser testigo
del principio, ser cónyuge de esas silenciosas e inesperadas primeras pruebas
de que la precipitación…está al acecho. En este periodo, nadie se inmuta, al
contrario, se limita a decir:
-Uy, va a llover.
Punto y final. Que ingenuos si creemos que ese es el final,
que ahí se acaba la cosa, no, la estupidez humana va más allá, más lejos de un
inocente y obvio comentario. Si la lluvia empieza, la gente se vuelve loca,
loquísima, tonta, tontísima. Comienzan a ponerse cualquier objeto inverosímil
sobre sus cabezas, ya sea algo lógico como una capucha o algo más incoherente
como una mano, una bolsa, un…vamos, lo que sea, porque seguro que más de una
vez has visto a una persona cubrirse con algo inhóspito. El caso en este relato
no es ese, yo he venido a hablaros de ella.
Cuando los charcos inundaron las aceras y mis zapatillas se
empaparon por aquella agua acorralada en terreno estatal, me entraron deseos
repentinos de llegar a mi piso y poder darme un baño caliente que hiciera
desaparecer el frío que estaba obstinado en calar en mis huesos, ahí, de camino
a mi espacioso pero sin vida hogar, con la cabeza fija en el suelo, fue cuando
pude fijarme en unas deportivas exactamente iguales a las mías…Bueno, no del
todo idénticas ya que estas tenían diversos garabatos aquí y allá. Pero el
modelo era el mismo, el color; el mismo, el desgaste; el mismo…y lo menos
importante y curioso de todo, estaban igual de sucias.
Al azar la vista me hallé con una llamativa y ondulada
melena morada que parecía enredarse entre las incansables gotas de agua que resbalaban
por las olas que formaban sus mechones púrpuras. “Que pelo tan extraño “pensé
sin darle mayor importancia. Aunque ese color hacía resaltar su pálido y
empapado rostro, sin duda, repleto de las típicas marcas de la tez con las que
todas las mujeres son premiadas pero que en cambio no son perceptibles a no ser
que estén ausentas de maquillaje. Pecas, también había pecas, pero casi
transparentes y no muy numerosas, más bien escasas. Sus ojos…pues eran normales, muy comunes,
marrones. No puedo decir nada fascinante de ellos puesto que no se me da bien
magnificar lo irrelevante, solo describo la realidad y en este caso, eran unos
ojos marrones rodeados por una extensa llanura de color negro, sombra de ojos.
Me sorprendió que no se formaran ríos del mismo tono por su cara, puesto que el
maquillaje al reaccionar con agua, tiene esa tendencia. Pero por suerte, no fue
así, se quedó en su sitio, muy quieto y en silencio. A juego con sus labios,
negros, muy quietos y en silencio. En su
cuello, dos collares, uno pegado a la piel y otro suelto.
Así nos quedamos, mirándonos sin esplendor alguno, juzgando
el aspecto del otro, hasta que me señaló con una de sus gigantes e
interminables mangas de su chaqueta de algodón grisácea.
-Tú… ¡Que feo te has vuelto!
“¿Se puede saber…de
qué iba esta niña?” Pero no dije eso.
-Deberías tenerme respeto, tengo 28 años.
-Quien lo diría, pareces muuuuucho más mayor.
“Pero qué coño…”
-Encantado de no haber entablado conversación contigo.
Espero no acordarme de ti.
-¡Espera! –pronunció en voz alta agarrándome del abrigo con
la total convicción de que pudiera detenerme. Al girar, pude vislumbrar en su
brazo un sencillo pero extenso tatuaje de una cruz ampliamente decorada. No me
importaba lo más mínimo. - ¿No te acuerdas de mí?
-No.
-Ambos hemos cambiado mucho en lo que aspecto se refiere, es
algo que a la vista está –comentó con una sonrisa más bien tímida que en mí ya
no hizo efecto tras haber cruzado palabra. –Ahora tienes una espesa barba que
te cubre prácticamente todo y yo…he adoptado otro tipo de vestimenta. Pero soy
la misma ¡Lo prometo!
-Comprendo. –afirmé liberándome de sus pequeñas manos que
pretendían retenerme.
-Soy Azul ¿No me
recuerdas?
-¿Azul?
-La misma –asintió repetidas veces de forma incansable- Esa,
esa.
-Deberías explicarte mejor.
-Te voy a dar mi número de teléfono –dijo mientras de su
bolsillo sacaba un rotulador negro con fuerte pestilencia a tinta permanente-
Cuando me recuerdes, avísame. Y me
refiero a cuando te acuerdes de este encuentro puesto que nunca antes nos hemos
visto.
-¿No estabas diciendo…?
-De no haberte dicho tales comentarios, esta visita hubiera
sido invisible a la memoria ¿no crees? Lo dicho, un placer.
Tal como acudió, se fue. Corriendo bajo la lluvia en busca
de un refugio público llamado autobús.
Esa joven estaba totalmente loca, tal y como anuncié al
principio de este relato, la lluvia enloquece a las personas y en este caso no
iba a ser menos…Lo peor fue cuando me di cuenta de que no solo ella había caído
víctima de la demencia, si no que el agua que había traído aquel pelo violeta
pegado a su pequeño cuerpo, también logró convencerme de que yo mismo estaba
loco, loquísimo y tonto, tontísimo al desear llamarla y dar el siguiente paso.