Aquella mañana empezó como todas las demás prácticamente
desde que entraste en mi vida. El tráiler que anticipaba tu llegada no era más
que un ruido seco del choque de la puerta de nuestro cuarto contra la pared, pestañeos
después, tu cuerpo pálido se hace presente en mitad del salón, con repetitivos movimientos
zombis de criatura sonámbula que acaba de despertar y bostezos de una bestia
encerrada en una estrecha figura humana. Y, como cada mañana desde que entraste
en mi vida, tus ojos negros se clavaron en mí con esa expresión tan tuya que no
expresa absolutamente nada, tan frecuente en ti, como si llevaras mil años en
esa posición, hipnotizándome el alma. Haciéndome olvidar los gritos que nos
invadían anoche. Haciéndome olvidar tus numerosas flechas letales con puntería
perfecta a mi sobriedad, derribando los muros en los que siempre me protejo
cuando son tus brazos los que me atacan y no los que hacen guardia de mis
infiernos.
El ruido de tus pies descalzos moviéndose por los azulejos
fríos hizo que me desprendiera del perfume con el que me había engalanado para
esperarte y soltarte mi discurso mental sobre todo el daño que nos hacemos. Tus
párpados miraban cabizbajos la distancia que nos separaba, y las uñas púrpuras
de tus dedos se acercaron más y más hacia mí, hasta que decidiste acomodarte
sobre mis piernas, apoyando tu extensa melena azabache en mi regazo, creando
ambiente ambiguo con tu permanente silencio inescrutable. Haciéndome olvidar tu
rabia insaciable de destrucción.
Aquella mañana empezó como todas las demás prácticamente
desde que entraste en mi vida. Recordando todo aquello que me enamoró de ti,
con solo ver tu ojos negros observándome con esa expresión tan tuya que no
expresa absolutamente nada.