lunes, 11 de agosto de 2014

Las cenizas del mar

  Veía el café más puro y oscuro en tus ojos, desvelándome con tan sólo una mirada de intensidad abrasadora.

Y tu pelo del tono más negro que puede ofrecerme la noche, tan enredado como un nido de cuervos.

Tu sonrisa era tan blanca y sombría como una luna llena eclipsada por las nubes, ansiando camuflar tus delirios sobre el recuerdo de un pasado que no te deja descansar.

Tu cuerpo, frágil y demacrado, estaba rayado por una cantidad incontable de bocetos a medio hacer, exactamente igual que los pájaros de tu cabeza.

La primera vez que te vi, o quizá fuera la quinta, pensé que eras el ser más salvaje de los bosques. Con tu inquietante rostro de esquizofrénico vigilando todo lo que pasa a su alrededor sin prestar atención, con esas ropas de rockero mediocre impregnadas de nicotina y algunas hierbas de cultivo propio en el balcón de tu piso de alquiler, con esa mirada voraz capaz de desafiar los límites del universo que termina aceptando su papel de perdedor en el fondo de una copa vacía.

Iba a quedarme sin corazón, ya lo supe aquella noche, cuando tocaste los acordes más deprimentes y desafinados que he escuchado jamás. Cuando cogiste el coche y huimos. Lejos, muy lejos, traspasando el acantilado de nuestro mundo cuadrado, cayendo al vacío más eterno de la historia. Cuando tus ojos rojos se clavaron como la más inquebrantable de las estacas llevándose la vida de mis huesos, creíste ser el dominante y no el invadido.

En esa madrugada sin fecha, tú hiciste el papel de sirena que embriaga a los marineros sedientos de mareas pasionales usando tu dejadez de alma aturdida como arma letal de seducción. Quizás lo sabías o quizás no, pero lo nuestro tenía la fecha caducidad impresa mucho antes de conocernos. Y brillaba tan grande, que me cegaba a intervalos cortos y fugaces, con la misma constancia de su parpadeo intermitente.

En mitad de nuestro destino marino iluminado por el satélite de la noche, el mar brillaba más de lo que resplandeceríamos los dos juntos jamás. Pero no nos importó, preferimos ignorar la evidencia bajando del patético coche con el que habíamos llegado rumbo a la fría arena color carbón. Y antes de quitarte la ropa quedándote en ropa interior me miraste como el ser sin alma que eras y tal vez sigas siendo. Y sonreíste, con una sonrisa aterradora que me absorbía los sentimientos. De modo que corrí hasta un muro de agua salada apretando tu mano entre mis dedos, arrastrándote a las profundidades en busca de devolverte a la tierra, aunque fuera con las de perder desde un principio. De no haberte conocido en esas condiciones, puede que no me hubiera fijado nunca en ti. De no saber que ya estabas hundido, mis latidos no hubieran reaccionado con tu travesía sin rumbo. A veces, me viene a la mente aquel baño en la playa.


El día en que las olas se tragaron mi alma.