Veía el café más puro y oscuro en tus ojos, desvelándome con
tan sólo una mirada de intensidad abrasadora.
Y tu pelo del tono más negro que puede ofrecerme la noche,
tan enredado como un nido de cuervos.
Tu sonrisa era tan blanca y sombría como una luna llena
eclipsada por las nubes, ansiando camuflar tus delirios sobre el recuerdo de un
pasado que no te deja descansar.
Tu cuerpo, frágil y demacrado, estaba rayado por una cantidad
incontable de bocetos a medio hacer, exactamente igual que los pájaros de tu
cabeza.
La primera vez que te vi, o quizá fuera la quinta, pensé que
eras el ser más salvaje de los bosques. Con tu inquietante rostro de
esquizofrénico vigilando todo lo que pasa a su alrededor sin prestar atención,
con esas ropas de rockero mediocre impregnadas de nicotina y algunas hierbas de
cultivo propio en el balcón de tu piso de alquiler, con esa mirada voraz capaz
de desafiar los límites del universo que termina aceptando su papel de perdedor
en el fondo de una copa vacía.
Iba a quedarme sin corazón, ya lo supe aquella noche, cuando
tocaste los acordes más deprimentes y desafinados que he escuchado jamás. Cuando
cogiste el coche y huimos. Lejos, muy lejos, traspasando el acantilado de
nuestro mundo cuadrado, cayendo al vacío más eterno de la historia. Cuando tus
ojos rojos se clavaron como la más inquebrantable de las estacas llevándose la
vida de mis huesos, creíste ser el dominante y no el invadido.
En esa madrugada sin fecha, tú hiciste el papel de sirena
que embriaga a los marineros sedientos de mareas pasionales usando tu dejadez de
alma aturdida como arma letal de seducción. Quizás lo sabías o quizás no, pero
lo nuestro tenía la fecha caducidad impresa mucho antes de conocernos. Y
brillaba tan grande, que me cegaba a intervalos cortos y fugaces, con la misma
constancia de su parpadeo intermitente.
En mitad de nuestro destino marino iluminado por el satélite
de la noche, el mar brillaba más de lo que resplandeceríamos los dos juntos
jamás. Pero no nos importó, preferimos ignorar la evidencia bajando del
patético coche con el que habíamos llegado rumbo a la fría arena color carbón.
Y antes de quitarte la ropa quedándote en ropa interior me miraste como el ser
sin alma que eras y tal vez sigas siendo. Y sonreíste, con una sonrisa
aterradora que me absorbía los sentimientos. De modo que corrí hasta un muro de
agua salada apretando tu mano entre mis dedos, arrastrándote a las
profundidades en busca de devolverte a la tierra, aunque fuera con las de
perder desde un principio. De no haberte conocido en esas condiciones, puede
que no me hubiera fijado nunca en ti. De no saber que ya estabas hundido, mis
latidos no hubieran reaccionado con tu travesía sin rumbo. A veces, me viene a
la mente aquel baño en la playa.
El día en que las olas se tragaron mi alma.