martes, 22 de abril de 2014

La ventana indiscreta


 Todo empezó cuando la joven a la que conocía desde hacía poco más de un año, me dijo que no iba a estar en casa durante un par de semanas debido a un viaje de placer en el que recorrería parte de Europa, antes de irse, se encargó de repetirme varias veces que había dejado comida de sobra para abastecerme durante su ausencia y que procurara mantener las instalaciones en buen estado, ya que la vivienda dejaba de ser suya en el instante que dejara de pagar mensualmente el alquiler. Yo, como solía ser costumbre, no respondí, me limité a mirarla fijamente mientras cogía sus maletas rumbo a la estación de trenes, con sus ropas holgadas repletas de estampados y sus rastas rubias y verdes.

“Adiós” le dije mediante un gruñido que ella entendió a la perfección. Y como contestación recibí el sonido de la puerta al cerrarse esta con suavidad.

Los primeros días los pasé encerrado en el habitáculo, inundado de aburrimiento y monotonía, diferenciando el paso del tiempo por la claridad de luz que recibía del exterior. Me limitaba a comer, dormir y husmear los escasos metros cuadrados habitados. Nada interesante hallé en mi indagación. Cansado de estar encerrado y no interactuar con nada ni nadie, comencé a cotillear la nocturnidad de la ciudad desde la única ventana abierta de la vivienda. Y así fue como comencé una rutina en la que variaba el entorno noche tras noche. Las personas caminaban silenciosas por las aceras, a veces acompañadas, pero mayoritariamente solas debido a las altas horas en las que me asomaba. Todos tenían una historia, pero su paso fugaz por mi campo visual me limitaba bastante el hecho de averiguar algo más sobre sus vidas.
Alrededor, lo más llamativo –por decir algo- eran los edificios, que se alzaban repletos de cristales que se encendían de manera aleatoria sin orden ninguno. Tan deteriorados como las calles y todo aquello que lo conformaba, contenedores sucios, pasos de cebra en los que la pintura se ha desvanecido, semáforos que parpadean incesantes y árboles que en gran parte resultaban ser palmeras. Ese era el ambiente que vislumbraba desde donde estaba, nada fuera de lo común.

Una noche, tras horas asomado sin más diversión que seguir las luces de los retrovisores con la mirada, comenzó a llamar mi curiosidad la llegada de un coche de alta gama aparcando justo enfrente de casa. Al estar varios pisos arriba, nadie abajo se daba cuenta de mi presencia, ya que, todos sin excepción, suelen estar demasiado ocupados en caminar sin mirar hacia lo alto. Esta vez no iba ser menos, de modo que, continuando con mi anonimato, insistí en curiosear a aquel individuo que no había visto antes a pesar de mi minuciosa y periódica visita a la ventana cada madrugada. Tras bajarse del automóvil, abrió la puerta del copiloto dejando salir a una elegante mujer a la que no dirigió la palabra. Lo que me llamó la atención de esa escena, fue que ella llevara una cinta negra en los labios, pero no le di mayor importancia, supuse que sería una nueva moda entre los humanos. Al menos, eso pensé al principio, ya que las numerosas heridas y magulladuras que presentaba su cuerpo me obligaron a pensar que aquella agraciada hembra era víctima de un mal dueño. Él comenzó a caminar hacia el barranco arrastrando a su acompañante de forma violenta para que no se separase demasiado sin levantar sospechas. La mártir profería sonidos difusos que gritaban auxilio entre sollozos, sonidos que nadie alrededor parecía escuchar debido a la cinta que cerraba su boca. Al llegar, el ser se puso de rodillas sobre la tierra húmeda emprendiendo su tarea de cavar incansable hasta moldear el terreno a su gusto, fue entonces cuando la chica aprovechó para ponerse en pie y planear la huida en mitad de la calle desierta, plan que para su desgracia se vio turbado debido al estado de embriaguez al que había sido sometida contra su voluntad. Lo poco que pudo caminar fue en dirección a la parada de tranvía a irrisorios metros, y fue allí a donde mi vista fue a parar, sorprendido ante la presencia de alguien más en escena. Un muchacho adolescente ensimismado en su teléfono a la espera del transporte público. Me pregunté si no se había dado cuenta de lo que estaba pasando en sus narices, era el único que podía pedir ayuda o llamar a la policía en toda la redonda pero el joven parecía hipnotizado por la pantalla del móvil. Me puse a pensar en cómo llamar su atención mientras el otro tipo del barranco paraba la excavación vigilando que a su alrededor nadie fuera consciente del crimen que iba a cometer minutos más tarde.

Grité, o mejor dicho, maullé. Pero nadie presta atención a un gato que maúlla de madrugada y menos aún, el veinteañero absorto. Al mismo tiempo, una mujer caía al suelo tras un golpe mortal ejecutado por un personaje que no merecía su rol en la partida. Poco después, no quedaba rastro de lo ocurrido, y el culpable daba por terminado su acto, seguido de una sombra de aspecto indescriptiblemente terrorífica y demacrada que le acompañaba a contraluz. El aspecto que esconden los actos más horribles a la luz del día para pasar desapercibidos.

No fue hasta una semana después cuando la noticia se dio a conocer por los medios de comunicación. Justo una semana pasó hasta que el joven que pudo impedir el crimen, pudiera quedarse consternado por una noticia tan impactante como esta. Y leyó el artículo desde -¿a qué no lo adivinas, pequeño humano?- desde su móvil. Pero empezó a comentar lo mal que iba la sociedad y lo perjudicado que había quedado con el homicidio desde su pequeño teclado táctil, hasta que encontró una chiste gracioso que compartir con sus amigos virtuales.

Una semana fue también el tiempo que tardó en regresar de su viaje europeo mi cuidadora. Al volver, comenzó a hablarme de sus aventuras y todo retomó su curso. Todo, como si nada hubiese pasado nunca.