jueves, 10 de julio de 2014

Brandom

Nunca antes le había  visto, ni siquiera en todos los sueños recordados habidos y por haber, nunca jamás llegué a pensar que alguien de ese aspecto pudiera ser de carne y hueso. Recuerdo que era una mañana cualquiera desde que la muerte hubo venido a visitar a mi padre para llevárselo y lo cierto es,  que llevaba días encerrada en mi casa, la cual, había estado desde entonces sumida en el más estable de los silencios conocidos. Pues, como ya imagináis, en esas circunstancias de aislamiento físico y mental me hallaba, deseando que nadie, incluyéndome a mí misma, atravesara la frontera del dolor psicológico que algo así supone. Pero él vino arrasando con todo, como para ignorar a alguien de semejante calibre pues como ya os dicho, en esta mañana cualquiera silenciosa en la que parecía una persona sin sangre con lagunas de vida, un estruendo repentino profanó el tétrico ambiente del que llevaba alimentando mis penurias desde hacía semanas. Desde el fondo del pasillo, pude escuchar como un fortísimo golpe se produjo como por arte de magia causando en mí el sobresalto más brusco y una ridícula cara de susto. Malhumorada y deseando encontrar respuestas a lo que acababa de suceder, me asomé cobardemente al diminuto y estrecho pasillo que me pareció más largo y sombrío que de costumbre, a la espera de nuevos datos con los que averiguar a qué se debía tal barullo. Y ahí estaba, al parecer, el escándalo se originó cuando la puerta de casa se estampó contra la pared abriéndose de par en par sin contemplaciones. Dejando entrar una descomunal e indomable ráfaga de frío glacial que entraba en el piso a borbotones invadiendo mis territorios, hospedándose en el salón, sumergiendo todos los muebles en la nieve más blanca y fresca que jamás pude volver a sentir. No podía creerlo. Ahí estaba, una silueta gigantesca a contra luz que había empujado sin dificultad la puerta de mi casa. Un enorme gigante que apenas dejaba pasar la luz sumiéndolo todo en una lóbrega oscuridad a través de la cual sólo pasaba un viento invernal que traía consigo nieve y más nieve que formaba dunas heladas en mitad del recibidor. Pensé en la plausible probabilidad de que la puerta no la había abierto el gigante sino la fuerza imparable con la que la borrasca reinaba cada recoveco de los escasos metros cuadrados de alquiler. Y ahí estaba, el gigante sin rostro tapando la entrada principal trayendo tras de sí el frío más cegador de todos los tiempos ¿Quién era? ¿A qué venía? ¿Por qué tenía que estar aquí? No quise acercarme, por miedo más que por cualquier otro motivo, por muy fuerte que gritara mi curiosidad, mi instinto precavido alzaba más la voz acallando cualquier tipo de rechiste posible. De modo que me quedé mirándole a la espera de que dijera algo, lo que fuera. Pero no lo hizo. Se limitó a pasar con una maleta negra igual de grande que mi cuerpo y acto seguido, la puerta se cerró dejándonos encerrados al invierno, al gigante y a mí. Menuda locura digna de cuento metafórico, nadie se creería algo así. Jamás podrían pensar que un suceso como este pudiera ser real, no es para menos. Si a mí me narraran atónitos que un corpulento gigante tan enorme como una colina se había presentado como si nada con una ventisca infernal como acompañante, yo tampoco lo habría creído. Ni en mil años. Pero lo juro y perjuro, ese ser inmenso se autoinvitó junto a un clima propio de los Pirineos. Me miraba impávido, sin expresión, ni palabras ni gestos. Ahí estaba el tío con su maleta negra que podía pesar una tonelada perfectamente, cosa que entendía dado el tamaño que su ropa debía tener… Pero ese no es el caso, que me desvío del tema. El caso es que este…”ser” me miraba con sus enormes ojos negros esperando paciente que yo hiciera algo para guiarle, porque de no ser así, ese comportamiento estrambótico y estático no tiene explicación. Al principio crucé los brazos examinándole sin pudor, tenía una espalda más ancha que tres camas de matrimonio unidas, unos brazos tan gruesos como las piernas de elefante y una cabeza casi calva a excepción de unos pelos grises y sueltos que parecían flotar a su ritmo de vez en cuando. Qué extraño era aquel gigante desconocido. Su rostro en cambio, transmitía simpatía, a pesar de su aparente mudez permanente. Mi respiración era cada vez más profunda sin apartar la mirada del invitado sin invitación, exhalaba vaho con cada suspiro y comencé a notar como mis dedos se entumecían sin permiso. No hablaba. No hablaba nada en absoluto, y si no hablaba ¿cómo se supone que iba a averiguar el motivo de su desconcertante aparición? Me aventuré a preguntarle lo más obvio en esta especie de situaciones, bueno, en las situaciones más parecidas a estas porque esta escena no era una escena común.

-¿Cómo te llamas, gigante?

El gigante, que así decidí llamarlo finalmente, no respondía. Me miraba achinando sus ojos con una sonrisa que tachaba cualquier posibilidad de echarlo “Seguro que es de esos gigantes que no pueden matar a una mosca” pensé nada ver sus labios dibujando esa sonrisa que más que sonrisa, era mueca. Pero una mueca agradable he de aclarar.

-Um. Deja la maleta en el suelo por el momento si quieres, debe pesarte. -propuse mirando de un lado para otro sin saber cómo actuar. Quería preguntarle cosas más normales como qué se supone que hacía en mi casa o si tenía la intención de quedarse mucho tiempo, pero dejé esas cuestiones para más adelante, ya que no sabía cómo podía tomarse mis dudas alguien tan misterioso- De acuerdo, preparé un té para…que nos sintamos más cómodos con todo esto.

El gigante asintió con otra de sus muecas-sonrisas y tomó asiento ocupando la totalidad del sofá frente al cual dejó la maleta causando un imperceptible terremoto. Seguía sin hablar, así que me dirigí a la cocina dispuesta a preparar el té que había prometido. Repleta de preguntas que hacerle, impaciente al ver que el agua no hervía de inmediato y espiando eventualmente los movimientos del viajero enigmático tras la puerta ¿Sería un vagabundo buscando aprovecharse de mi buena voluntad? No si encima me tocaría hospedarle sin decir ni mú, menudo jeta.

-Aquí tienes, gigan…-me callé antes de llamarle de forma que pudiera sentirse ofendido- ¿Brandom? ¿Ese nombre te parece bien? -El gigante asintió aceptando la taza de té.

¿No iba a hablar nunca? No, no parecía estar por la labor. Menudo día más raro este y los que estaban por venir tampoco es que se quedaran atrás, pero eso yo, no lo sabía. En ese momento solo sabía que ese tío era muy excéntrico y que en el fondo, muy en el fondo, me caía bien. Nos tomamos la infusión en silencio, con miradas furtivas que no fueron recíprocas por su parte. Calentándome la helada nariz con el humo que salía de la diminuta pieza de porcelana que en manos del gigante parecía aún más minúscula. Me dieron ganas de llorar en una de las veces en las que los copos de nieve mecieron mis piececillos abrigados con calcetines de un color en cada pie, extrañé a mi padre repentinamente en medio del invierno frente al gigante, al menos me hacía compañía. No tuve intención de esconder mis lágrimas cuando estas brotaron como cada día desde el trágico suceso, el gigante pareció compadecerse de mí, pero tampoco puedo asegurarlo ya que no hablaba. Lo pude adivinar vagamente porque cuando cogí la vajilla, se levantó para ayudarme con una delicadeza anormal para un cuerpo tan robusto.

Y así pasaron sucesivamente las horas, incluso el día pasó en las mismas circunstancias. El gigante me acompañaba a todas partes de la casa siempre que me ponía triste, contenta o cualquier sentimiento existente. Me perseguía a cada paso, estaba siempre detrás de mí, en silencio, yendo allá donde me dirigiera. Incluso al baño. La primera vez que fui a mear, le grité que se fuera roja de la furia. Era de locos que vigilara mis meadas cual dueño con su perro. Le ordené que se quedara tras la puerta del cuarto del baño, que no se atreviera a pasar bajo ningún concepto y obedeció. Y lo mismo hizo cada noche cuando me encerraba para dormir. El tío no hacía nada, sólo existía, intenté más de una vez que me hiciera el desayuno pero o no sabía cocinar o directamente no le interesaba, un gigante demasiado listo me parece a mí. Aunque tampoco me puedo quejar, no comía, ni se duchaba si quiera. Sólo tomaba té cuando se lo ofrecía. Gastos no me hacía su alojamiento, y al ser mudo, tampoco molestaba.

Una mañana, me levanté (lo lógico ¿no?) muerta de hambre, dispuesta a hacerme un café que me calentara lo suficiente teniendo en cuenta el frío que el gigante había traído consigo.  Sí, como lees, aún no se había  ido el frío, al parecer, se instaló definitivamente junto a Brandom  y lo más curioso es que el invierno glacial sólo estaba en el piso porque al salir a la calle, la temperatura era de plena primavera. Ya me había  acostumbrado a llevar abrigo para estar por casa, a pisar montañas de nieve como si fuera lo normal. Total, qué mas daba. Miré al gigante con las pestañas congeladas pero pude distinguirlo claramente, estaba dormido. Era la primera vez que le veía dormir y resultaba cuanto menos chocante, pero el que mis tripas rugieran en ese instante hizo que me centrara en otros instintos más primarios que contemplar a un gigante dormitar ¿Eran cosas mías o el sofá estaba menos inclinado que la primera vez que se sentó?

Le pregunté cuando apareció sentado en la mesa en la que estaba desayunando. Con su traje negro y sus pelos flotantes.

-¿Has adelgazado, Brandom? -no respondió, muy raro en él- No puedes vivir sin comer nada, Brandom, de algo te alimentarás digo yo.

Subió los hombros en señal de: “Ya, ya lo sé” e hizo como si nada.

Pero a medida que pasaban los días, mis paranoias sobre el tamaño de Brandom fueron aumentando considerablemente. Pues su espalda, en vez de parecer tres camas de matrimonio unidas ahora parecían dos solamente y o bien Brandom estaba empequeñeciendo o bien me estaba volviendo loca. Loca de remate.

Llegó un momento en la historia, en el que la convivencia con Brandom llegó a ser asumida con total normalidad, el que me siguiera era el pan de cada día y el que las palabras fueran desconocidas para el gigante no significaba ningún impedimento a la hora de comunicarnos. Su presencia pasó a ser grata teniendo en cuenta nuestro primer encuentro  y el invierno, seguía, igual que Brandom. Hasta que…algo cambió. Todo sucedió un día en el que mi novio vino a casa para pasar la tarde conmigo, no le había dicho nada a nadie ni de Brandom ni del invierno ya que me tomarían por demente o por una chica que pretende llamar la atención por exceso de soledad. Pero cuando llegara mi pareja, no tenía intención alguna de esconder a Brandom y sobre el frío, no podía simplemente ocultar algo así. De modo que quise avisar al gigante. Y llegado el momento, presentarlos con delicadeza.

-Brandom, este es mi novio Mike. Mike este es Brandom.

Mike me miró extrañado, como es normal cuando te presentan a un gigante. Luego sonrió y finalmente no pudo aguantar la risa por más tiempo. No me estaba gustando el modo con el que estaba tratando a mi amigo así que le regañé.

-Basta, Mike. Exijo que no te burles de él.

Mi novio me volvió a mirar atónito ante mis palabras, al parecer, le entró el calor y se quitó la chaqueta colocándola en el reposabrazos del sofá con los ojos alarmantemente abiertos ante mi seriedad defensiva.

-Espero que sea una broma…¿De quién me estoy burlando supuestamente?

-De Bran…Da igual, dejémoslo.

Así que sólo yo veía al gigante…y sólo yo sentía el invierno. Qué curioso, sí señor. Dejé que pasaran nuevamente los días en los que el invierno, Brandom y yo habitábamos en casa. Estaba preocupada, Brandom adelgazaba por momentos y no sabía cómo devolverlo a su tamaño original. Temía que llegara a desfallecer, incluso morir. Pero tenía aspecto sano, no daba la sensación de semblante enfermizo. Era él, solo que más pequeño. Cada vez más pequeño. Intenté enseñarle a hablar y a escribir, pero ninguna de las dos cosas parecían interesarle, así que tras un tiempo, dejé de insistir. Pasábamos juntos cada día encerrados en esas cuatro paredes, helados, con rachas de viento pasajeras que iban y venían de vez en cuando. Le hablaba de mis cosas, le explicaba mis sentimientos y comentaba con él los programas de televisión, él nunca respondía nada, sólo existía. Incluso soportaba mis lágrimas cuando me acordaba de mi padre. Un día, cuando me desperté y fui al salón a verle, era tan diminuto como un niño, aunque con su mismo cuerpo tosco y su casi completa calvicie con pelos grises. Ahora más que un gigante, parecía un enano. Y me dio pena, mucha pena. No quería verle así, empequeñeciendo poco a poco sin poder evitarlo. Le había cogido cariño a que me siguiera incluso al cuarto de baño. Un mes más tarde, apenas era del tamaño de una hormiga. La nieve ya se había derretido y ahora estábamos medio nadando en un mar de extinta nieve, me miró y sin hablar mientras desayunaba se despidió de mí con esos pequeñísimos pelos flotando sobre su cabeza. El agua abrió la puerta de una ola y se fue, se marchó dejando su maleta de una tonelada en el salón. Se fue y con él, también se marchó el invierno.