En lo alto de aquella montaña solo había un castillo. De
origen europeo e imagen ostentosa, hecho con ladrillos de piedra, con múltiples
torres que divagaban sobre el vacío e infinitas ventanas decoradas con rejas de
hierro desgastado. Tantos años habían pasado de la época dorada de aquella
construcción, que la imagen que ahora daba no era otra sino la de una noble fortaleza
repleta de historias ya sin valor. Tal era la corrosión de sus materiales, que
en lugar de retratar la riqueza que sus fallecidos patronos quisieron darle, la
realidad no era otra que todo aquel que contemplaba el edificio solo sentía piedad.
Eso dijo mi padre sobre mí en el prólogo de su último libro.
La primera vez que lo leí, no le encontré el sentido, pero una vez sobrio he
podido vislumbrar la metáfora que en sus versos se esconde. Que ser tan
patético resulto ser a sus ojos en cuanto el alcohol se adueña de mi sangre,
tanta es mi pena, que la silenciaré entre copas repletas de líquidos que
dominan mi vida desde hace años.