Cuando te cruzaste en mi camino y pasamos todo aquel tiempo
juntos, éramos dos críos que parecían ignorar todo lo que el mundo les traía
tras de sí.
Cuando te conocí, ni siquiera te fijaste en mí, tenías la
cabeza en otro sitio. Mirabas el contenido del mundo como si fuera a romperse
con el mínimo roce. Observarte era como mirar a un animal que teme ser cazado
de un momento a otro. Estabas ahí sentada, apartada del resto por voluntad
propia, rodeada de música hiriente, entretenida con el espectáculo que resulta
ser la vida de los demás. Me transmitías un extraño sentimiento de protección.
Por alguna razón, me sentí como si tuviera que cuidar de ti. Cuando hablamos
por primera vez, me contaste poca cosa, costaba sacarte las palabras y en ellas
había cierto tono tímido que sacabas fuera quien fuese el receptor de las
mismas. A decir verdad, siempre te comportaste así, incluso cuando llegamos a
confiar el uno en el otro. Definitivamente, vivir te atemorizaba.
No sabía muy bien cómo tratarte, eras la vulnerabilidad
personificada. Me hacías sentir mucho más mayor de lo que era, y la realidad
era que sencillamente era un adolescente huyendo de mis propios miedos. Decidí
que cuando me preguntaras cualquier cosa, te respondería con la verdad más
cristalina que jamás nadie habría escuchado de mis labios. Pensé que sería lo
correcto teniendo en cuenta que tú siempre me tratabas con la mejor de tus
sonrisas. Poco a poco, cuando el tiempo fue pasando y con él, las horas juntos,
recuerdo que mirabas el cielo cuando nos quedábamos solos. Y a veces confesábamos cosas que temíamos expresar en voz alta, cosas que otros habían utilizado en el pasado para
herirnos y que por algún motivo salían a la luz como si no fueran importantes.
Éramos como niños jugando a ser hermanos, incluso te daba miedo quedarte sola
por las noches y me pedías que me quedara para poder dormir. Siempre te dormías
antes que yo. Nunca fuimos conscientes de lo mucho que nos influiría todo lo
que vivimos juntos, ni siquiera cuando nos separamos y tuve que irme.
Durante el mes que pasé contigo, te vi crecer y me sentí
afortunado. Intenté darte lo mejor de mí, y tú me diste sentimientos que nunca
me habían dado. Me diste aquello que por aquel entonces no podía mostrar, me
enseñaste que aún sin enseñar todo lo que había dentro de mí, nunca querrías
marcharte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario